Es inevitable no hacer eco de la situación que estamos viviendo. Al igual que en la España de 1898 con la pérdida de Cuba, la crisis ha hecho que el pesimismo se apodere de nosotros. Hemos pasado de ser positivos y querer crecer a la incertidumbre del "a ver qué nos deparará el mañana".
Desde hace unos cinco años hasta el día de hoy han aflorado multitud de protestas en contra del gobierno y el sistema. Escuchamos temas como
Indignación de El Chojín o
No nacimos ayer de Rayden; incluso programas de televisión que últimamente están dando mucho bombo como
Salvados. Cada día buscamos nuevas formas de no quedarnos callados contra las injusticias del gobierno, los altos mandos y la burguesía en general.
Todo este tipo de protestas están bien, mejor dicho, muy bien. Destapar delitos y fechorías de personas corroídas por el dinero y el poder es tan necesario que debemos estar más que agradecidos por cada una de las personas que luchan por conseguirlo.
Sin embargo hoy, permitidme ir un poco más allá. Hoy quiero criticarme a mí mismo, a mi persona, a mi forma de ser. Obviamente de forma constructiva, si no no serviría de nada. Quiero criticar ese carácter español que nos ha hecho hundirnos en la miseria y llegar a lo más profundo del abismo.
Nuestras bocas hablan de un país en recesión económica, de una crisis económica nacional y mundial pero... ¿sólo económica? La verdadera crisis que estamos viviendo es una crisis de valores. Estamos viviendo las consecuencias del odio que habita en nuestros corazones, de familias desestructuradas que afectan a la conducta de los hijos, de profesores que maldicen a sus alumnos y no los motivan, de leyes que discriminan a personas por su nivel adquisitivo... Pero no sólo eso, estamos viviendo las consecuencias del egoísmo, tanto el tuyo como el mío, de ansiar cada vez más y más.
La codicia nos corroyó. Nos acostumbramos a vivir con lujos que nunca necesitamos, a trabajar hasta los domingos para poder comprar un segundo coche, e incluso a robar a la empresa que daba de comer y alimentaba a nuestros hijos. Si nos paramos a pensar por un momento, resulta que la culpa deja de ser tanto de otros, y comienza a ser de nosotros mismos.
Comenzamos a cavar nuestra propia tumba, a demoler estructuras que nos mantenían a flote, y a destruir todos y cada uno de los pilares de nuestros hogares y nuestras vidas.
Es muy triste ver la realidad, y mucho más asumir que todos, absolutamente todos, somos culpables de la situación que estamos viviendo; pero es así. Quizás haya llegado el momento de dejar de centrarnos tanto en el hecho de que otros cambien y empezar a cambiar nosotros mismos. Como dijo Gandhi,
sé el cambio que tú quieras ver en el mundo. Protestemos, no callemos nuestra voz, pero tampoco escondamos nuestro pecado y mediocridad. Recuerda que mientras tu dedo índice señala a alguien, otros tres dedos te están señalando a ti.
20 de Junio de 2013